ARGENCHIP. / ATLANTIDA. / 2014.

INTRODUCCIÓN El consumo ha dejado de ser un tema meramente económico para transformarse en un fenómeno social de fuerte impacto político: ahora los ciudadanos votan como consumidores, las marcas actúan como políticos y los políticos comunican como marcas. En la actual “Sociedad de Consumidores” en la que vivimos, el consumo se ha vuelto tanto un generador de identidad como un amortiguador social, siendo imposible soslayar su influencia sobre los ciudadanos. Es bajo esta nueva perspectiva que debemos analizar el nuevo “clima de época” que emerge en la Argentina. El mundo asiste a una poderosa transformación estructural que nos brinda una gran oportunidad para acceder al desarrollo. Sin embargo, como un fantasma del que no terminamos de desprendernos, flota entre nosotros la idea de la “ciclocrisis”; un aparente destino circular que nos conduce a la lógica del corto plazo, a una conducta ciclotímica y pendular. ¿Seremos los argentinos capaces de cambiar el chip, y romper así con el marco mental de la “ciclocrisis” que nos bloquea, abruma y condiciona? ¿Podremos construir sobre lo construido y encaminarnos en un proyecto de desarrollo con inclusión social? Y fundamentalmente, ¿sabremos reconocer y aprovechar a tiempo esta nueva oportunidad?   EL CONSUMO COMO IDENTIDAD En un mundo sobre-estimulado, donde abundan las tentaciones y las posibilidades, guiado ya no sólo por la razón, sino también por la extrema emoción, urgido de satisfacción, ansioso por vivir cada día como si fuera el último, donde el “ser feliz” y el “bien-estar” han abandonado el ámbito del ideal para transformarse prácticamente en un mandato ¿se puede existir sin consumir? Si al consumir, somos; si nuestro poder de compra expresa nuestro poder; si el consumo se está transformando realmente en el soporte estructural de nuestra identidad; es esperable que su influencia, de una u otra manera, nos condicione en nuestras tres dimensiones esenciales: como personas, como grupo, y como comunidad. En otras palabras, que trascienda el ámbito de la economía y los negocios para conquistar también el espacio de lo social y, por añadidura, el de lo político.   EL “CIUDADANO-CONSUMIDOR” Tradicionalmente, se pensaba al votante como un ente autónomo que circunscribía sus decisiones al ámbito de la ideología, la confianza, la credibilidad, y el sentimiento. La política, se leía, se pensaba y se accionaba desde la política. Su correlato y punto de contacto con la vida cotidiana, llegaba hasta la macroeconomía. Los grandes números. El famoso “cómo le va al país”. La microeconomía irrumpía como un factor de ruptura cuando ya no había más remedio. Su extraordinario poder de cambio se basaba precisamente en la condición extraordinaria y extrema de las circunstancias que se vivían. Procesos de “hiper-inflación” o de “hiper-recesión” o de “maxi-devaluación”. En la “sociedad de consumidores” ya no hace falta que ninguna situación “extra-ordinaria” se haga presente en la vida de las personas para que el consumo condicione sus actos. Consumir es un hecho asumido como natural, una aspiración democratizada. Y, por lo tanto, un nuevo elemento central a incorporar en el análisis socio-político. Ya no podemos seguir pensando a los votantes por un lado y a los consumidores por otro. No son más realidades escindidas. Se trata de las mismas personas. Y de intereses que confluyen, se mezclan, se articulan de un modo inédito. Son los propios ciudadanos los que en su deseo han borrado los límites entre una condición y la otra. Vivimos la era del “ciudadano-consumidor”. Si para existir, tengo que consumir ¿quién podría votar a alguien que me haga dudar sobre mi futura existencia? Sería una especie de suicidio. Algo que prácticamente nadie tiene entre sus objetivos. Todo lo contrario. Aquellos políticos, candidatos y gobiernos que prometen una mayor capacidad de compra, traducible de manera prácticamente lineal al concepto “mejor calidad de vida”, y que luego la verifican en los hechos; son los que gozan, mientras el intercambio dure; del favor de la opinión pública. Basta examinar la extrema correlación que se da, aquí y en el mundo, entre el Índice de Confianza de los Consumidores y la imagen de los gobiernos, para comprobar hasta qué punto el humor social y el clima de época están cada vez más condicionados por la praxis del bolsillo antes que por paradigmas de mayor sesgo ideológico; como por ejemplo el concepto de derecha/izquierda. Es la economía más cotidiana, la de la calle, la del día a día, la del supermercado, la del shopping, la del negocio de la vuelta; la que ejerce una influencia creciente sobre la opinión pública; antes que la macroeconomía, los grandes números, las variables generales. Por supuesto que sería ridículo pretender disociar lo “micro” de lo “macro”. Son dimensiones por definición fuertemente conectadas. Y más temprano o más tarde, si la “macro” tiene inconsistencias relevantes, se terminan reflejando en la “micro”.   EL CONSUMO COMO DERECHO Con recetas completamente distintas, tanto Menem como Kirchner – Cristina Fernández luego daría continuidad a esta visión- interpretaron que había que hacer crecer el mercado interno y devolverle a la sociedad la posibilidad de consumir. Ponerles dinero en el bolsillo, con todo lo que eso implica. Que el país volviera a funcionar. Y que consumir dejara de ser una frustrante privación para convertirse en un legítimo e inclusivo derecho. Al llegar al poder, ambos se encontraron con una Argentina devastada. En un caso por la “hiper –inflación” y en el otro por el “hiper-desempleo”. Eran países que venían muy golpeados, con cicatrices por todas partes. Y en esas condiciones resultaría imposible gobernar. Los saqueos a supermercados que se produjeron en 1989 y en Diciembre de 2001, expresaron justamente el “no consumo”. La violencia como último recurso. El “des-control” en toda su dimensión. Es condición central de la gobernabilidad, y ley general del peronismo, dominar la calle. Para que suceda se requiere alcanzar una mínima cohesión social. Si bien aplicaron fórmulas muy distintas, su objetivo básico fue el mismo: sacar a la gente de esa “calle” que cuando se la pierde se torna inasible, peligrosa y temible para quien sea que gobierne este país. Había que volver a ponerla en el mercado. Ambos pensaron que solucionando “el problema”, solucionaban todo. Para Menem, la inflación. Para Kirchner, el desempleo. Y actuaron en consecuencia. Focalizándose en esa gran meta y asumiendo costos colaterales para alcanzarla. En un caso el endeudamiento y el desempleo, en el otro los subsidios de las tarifas públicas y la inflación. Queda claro que la actual mandataria argentina ha decidido continuar, y profundizar, esa visión. En su discurso del jueves 1 de Marzo de 2012, al inaugurar las Sesiones Ordinarias del Congreso Nacional, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, declaró: “El crecimiento de la Argentina no se explica únicamente por las condiciones macroeconómicas de las economías emergentes, sino a partir de un modelo de desarrollo que ha hecho del mercado interno y el consumo popular sus banderas principales”. Surge entonces una pregunta básica y trascendental: ¿Por qué el consumo es tan importante para los argentinos? La respuesta hay que buscarla en lo más profundo de nuestra esencia. Al observarse la evolución conjunta del Índice de Confianza en el Consumidor, indicador que mide la propensión a consumir, y el Índice de Confianza en el Gobierno, unidad de medida que monitorea la opinión de la sociedad con respecto a la gestión política del oficialismo, puede apreciarse nítidamente como las dos curvas operan en “espejo”. Este análisis de carácter técnico es uno de los elementos que sustenta la tesis que da título al presente libro.   ARGENTINA: UN PAÍS DE CLASE MEDIA Para entender por qué para los argentinos es tan importante el consumo, hay que comprender primero un rasgo esencial de su identidad: la condición de reconocerse y autodefinirse como una sociedad de clase media. Qué significa eso, es una pregunta cuya respuesta tiene múltiples aristas. Comprender el peso de la clase media en la Argentina es prácticamente comprender la argentinidad. En nuestro país la clase media es, antes que nada, un imaginario colectivo, un lugar de pertenencia que ordena y tranquiliza, que construye sentido. En Argentina, no ser de clase media es prácticamente equivalente a “no ser”.

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